CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

martes, 29 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (VI): AUTOR DE TEATRO

Pilar Delgado, actriz. Sobre su vida ANTÓN CASTRO
            Su afición por el teatro se manifestó a temprana edad. Así comentaba haber escrito en su niñez en Urrea un auto sacramental, un drama en verso y una nueva versión de Los amantes de Teruel. Ya en Madrid, a finales de los años cincuenta, acudía a todas las representaciones que le era posible y gustaba de relacionarse con todo tipo de actores y actrices.  Fue amigo de María Ladrón de Guevara y de su hija Amparo Rivelles, de Luis Prendes, Isbel Garcés, Carlos Lemos, Paco Rabal, Paco Martínez Soria, María Asquerino y un larguísimo etcétera, incluyendo artistas de revistas musicales como Lola Flores, Lina Morgan o Celia Gámez, con la que le unió -según relata en diferentes ocasiones- una gran amistad, pues en una ocasión quiso ser “boy” de uno de sus espectáculos y cuando se presentó y le dijo su apellido, ella le explicó emocionada que en Argentina había tenido un novio apellidado también Zapater, de origen español, que le pagó su primer viaje a España, al que le estaba muy agradecida. Al final resultó que el tal Zapater era un tío del padre de Alfonso.
            De esta forma, resurgió en él su infantil afición por el teatro y el 16 de febrero de 1958, estrenaba su primera obra en el teatro María Cristina, Noche de pesadilla. La puso en escena el Grupo Recreativo Talía, bajo la dirección de Carlos Lang. En los programas de mano, el propio autor advertía: “Es una comedia de intriga policíaca, aunque no me atrevería a encuadrarla dentro del género. Me he propuesto solamente, a través de la brevedad de sus tres actos, mantener el interés tanto en el diálogo como en la acción, de manera que al final podamos todos sentirnos satisfechos”. 
            Su siguiente obra, La chavola, fue dirigida por José Franco y estrenada en sesión matinal en el Lara el 1 de julio de 1958   por “El Corral de la Pacheca”, su propio grupo escénico, integrado en esta representación por José Luis Hernández, Carmen Martín, Paquita Fajardo, Conchita Álvarez, Anastasio de Campoy, Emilio Padilla, Braulio Crespo, y por la que fue su mujer, Pilar Delgado. Obra de fuerte crítica social, cuyo tema, el chabolismo y la marginación, fue consentido por la censura por tratarse de una pieza de las denominadas de cámara y ensayo,  en las que, dada su escasa repercusión, no solían meter las tijeras. Buero Vallejo lo felicitó personalmente mostrándole su extrañeza por haber burlado el filtro censor; sin embargo, la crítica del momento, incluido Alfredo Marqueríe, del ABC,  contrariamente a lo que años después recordará Alfonso en sus Memorias, no fue muy favorable. Así, por ejemplo, el citado crítico decía: “La chabola encierra en su tesis una buena intención laudable, moralizadora y ejemplificadora, pero adolece de los defectos propios de un autor novel, de técnica ingenua y primaria, tanto en lo que se refiere a la expresión dialogada artificiosa y poco natural, como a las entradas y salidas de los personajes, como a la falta de dosificación de los efectos bruscos y sin ritmo. Todo en La chabola, desde su asunto hasta la traza de los personajes –siempre de una pieza, sin matices, es decir, sin verdad ni humanidad- pasando por la escasa duración de los actos revela el aire de improvisación y de esquema de quien da sus primeros pasos titubeantes por el difícil camino del drama. Ahora que, por algo se empieza, aunque este “algo” encierre mejor propósito que realización y logro.” Tan solo salvaba de la representación a Pilar Delgado, de la que dijo es “actriz joven pero de soltura, voz y dominio envidiables y admirables.”
            Poco después, el 23 de julio, en el teatro de Bellas Artes del Círculo Catalán, “El Corral de la Pacheca” estrenaba Llegaron a una ciudad, de Priestley, autor asimismo de la obra, reconocida mundialmente, Llega un inspector. Alfonso Zapater logró acceder a este escenario gracias a Alberto Insúa, y encargó a su amigo de Alcañiz, Sergio Ferrer de la María, que a la sazón estudiaba en la Academia de Cine y que poco después sería uno de los ayudantes de Luis Buñuel en Viridiana, la dirección de la misma. La comedia fue traducida y adaptada por Mario Antolín Paz, marido de la gran actriz María Fernanda d’Ocón. En el reparto intervinieron actores que más tarde alcanzarían renombre como Mari Luz Bautista, Sergio Mendizábal, Lola Gaos, Hebe Donay y Fernando Guillén.
            Su siguiente obra, El farol,  fue estrenada también en el Teatro de Bellas Artes. Se trataba de una comedia amable y humana con su correspondiente carga de tristeza y nostalgia, que se desarrollaba en Nochebuena, y sus protagonistas eran vagabundos sin hogar ni familia para celebrar esa señalada fecha.. La acción transcurría en un espacio único, donde las sombras se mezclaban con las luces. Sus intérpretes fueron los mismos que  habían actuado en La chabola. El periodista José Antonio Alejos-Pita le hizo una entrevista para la revista Juventud, en la que le dedicaba grandes elogios: “Como puede verse, las aspiraciones de Alfonso Zapater son dignas de la mayor consideración. Pero opino que son dignas todavía de otra cosa mejor. Son merecedoras del apoyo y de la estimación de la juventud española, que tiene en estos muchachos un nuevo ejemplo de impulso y de valentía. Son muchas las dificultades que han de pasar para llegar a la meta que se ha propuesto… Merece hacerse notar la juventud que representa. La juventud que sabe lanzarse por cualquier camino sin asustarse por nada. ¡Y fijaos que meten miedo los críticos!”. El farol  se representó durante algunos años en el Ateneo de Zaragoza, que contaba con el escenario del Mercantil, cuando Alfonso estuvo al frente del Aula de Teatro de la Comisaría de Extensión Cultural de la Diputación a principios de los años sesenta como vamos a ver.

miércoles, 23 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (V). POETA.

El torero poeta
Su actividad taurina lo llevó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario en el Ministerio del Ejército. Compaginó esta situación con el mundo del toro y con su afición por la escritura, por lo que recibió el apodo del “torero poeta”, pero pronto abandonó sus veleidades toreras (“Yo nunca tuve miedo a los toros. Los toros son lo único noble de la fiesta. Me retiró el ambiente, la trastienda”, dijo al respecto) para dedicarse por completo a escribir.

Su vocación literaria pudo más que la taurina y acabó imponiéndose. En principio continuó escribiendo poemas y en 1954 vio la luz su primer libro, titulado Tristezas (Madrid, Ediciones Ensayos), publicado por Pablo Antonio Panadero en Ediciones Ensayos, editor con el que mantuvo una gran amistad y con el que incluso llegó, según relata en sus Memorias (breves escritos que se publicaban los domingos en el Heraldo, en los que repasaba de manera anárquica, sin demasiado orden, circunstancias de su vida, recuerdos familiares, amigos, anécdotas, etc., siempre acompañados de una foto ilustrativa), a formar una sociedad dedicada a la venta de relojes a plazos. A este primer poemario le siguieron en esa misma editorial, Dulce sueño eterno (1954),  Julio (1954) –dedicado al mes de su nacimiento- y Ramillete (1955). Nunca dejaría ya de escribir poesía, sin duda algo más que una afición juvenil, pues en 1973 conseguiría el accésit de la Flor de Nieve de Oro de la X Fiesta de la Poesía de Huesca y poco después obtendría el premio de sonetos del certamen “Amantes de Teruel”. De igual forma, en 1975 ganaría el Premio San Jorge de Poesía por su obra Hombre de Tierra, publicada al año siguiente por la Institución Fernando el Católico.
Poco después, en 1976, escribiría, en su afán de acercar la poesía al pueblo, Aragón para todos, espectáculo poético escenificado del que se dieron más de doscientas representaciones, y la venta del texto editado superó los 10.000 ejemplares, del que también se grabó al año siguiente un disco (Movieplay) con las canciones.
Su actividad poética perdurará a lo largo del tiempo y podemos afirmar que nunca la abandonó completamente. Así, en 1992 publicará Afirmación del ser (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), un poemario influido por el pensamiento de Joaquín Costa, que incide en una de las constantes de la escritura de Alfonso Zapater, su inquietud social, y  en el que desnuda la palabra y los sentimientos.
Volviendo a los años cincuenta, su actividad poética la compaginaba con esporádicas colaboraciones en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, y la escritura de reportajes para el semanario Dígame, y con más continuidad con la elaboración de guiones para Radio SEU, luego Radio Juventud, donde llegó a tener un programa semanal, “Palestra universitaria”, en el que contó como colaborador con un jovencísimo Martín Villa, a la sazón estudiante de ingeniería industrial.
Ya en los medios, trabó amistad con grandes periodistas del momento como Tico Medina, Antonio D. Olano, Miguel Ors o su paisana Pilar Narvión. A partir de ese momento, combinará su periodismo de calle, sus entrevistas y reportajes, con la escritura de poesía, teatro y, casi con seguridad, novela. Al mismo tiempo,  vivía su particular bohemia literaria y asistía con frecuencia a las sesiones del Ateneo; a las del domingo por la mañana en el teatro Lara, escenario de “Alforjas de la Poesía”;  a las tertulias del sábado por la tarde en el Café Varela (allí conoció a Cela, quien luego le prologaría varias de sus obras), donde se recitaban poemas por sus propios autores; a las del Café Lisboa; a las de Perico Chicote; a los recitales de las Cuevas del Sésamo, etc.
En todas estas tertulias alternaba el mundo literario con el de la tauromaquia. En una de ellas conoció al escritor Kenneth Graham, natural de Redondo (California), quien le pidió que le prologara su novela, Don Quijote en Yankilandia, una obra muy popular en su momento con grandes dosis de humor en la que su autor resucita a Don Quijote (casualmente coincide su publicación con el comienzo del largo e inconcluso rodaje de la película de Orson Welles sobre la obra cervantina, con la que guarda ciertas similitudes) y lo revive en los Estados Unidos de los años cincuenta, para presentarlo como un viajero sui géneris, que visita asombrado las instituciones americanas –el Congreso, la Casa Blanca, la Universidad e, incluso, los estudios de Hollywood, donde participa en la grabación de una película con Marilyn Monroe-.
En esta época sufrió prisión durante un mes en Carabanchel por injurias al Jefe del Estado. Se ocupó de su defensa el por aquel entonces marido de Lola Gaos, gran amiga suya y actriz que colaboró con él formando parte, como luego veremos, de su compañía “El Corral de la Pacheca”, quien consiguió  sacarlo de la cárcel mediante fianza de 5.000 pesetas. En el juicio correspondiente fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Parte de su experiencia carcelaria se recoge en la autobiografía novelada a la que ya hemos hecho referencia, Tuerto Catachán, que luego comentaremos con más detenimiento

domingo, 20 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (IV). TORERO.

           Yo quiero ser torero o la reencarnación de Manolete.
Coincidiendo con la muerte de Manolete en 1947, Alfonso Zapater cayó enfermo de pulmonía (fue el primero en el pueblo en recibir inyecciones de penicilina), en su larga convalecencia comenzaron a consolidarse sus inquietudes futuras, como reconoce en una entrevista en el año 2006 a su compañero del Heraldo, Juan Dominguez Lasierra: “Padecí de niño una pulmonía y tuve que guardar cama mucho tiempo. Allí, en aquella cama, se fraguó todo: los toros, la literatura, el teatro, el periodismo.” El médico le regaló un libro sobre toros y leyó durante su convalecencia todo lo que se escribió sobre el diestro, por lo que llegó, según relata, a convencerse de que el matador se había reencarnado en él. Su decisión estaba tomada: iba a ser torero. Así comenzó a prepararse recibiendo clases de toreo de salón y visitando diferentes tentaderos por toda la geografía nacional.
A los 17 años se vistió el traje de luces y debutó como novillero en la plaza de toros de Orduña (Vizcaya), luego en Graus, junto a Braulio Lausín –el hijo del famoso torero aragonés en cuya biografía colaboraría activamente Alfonso Zapater casi cincuenta años más tarde, Braulio Lausín, “gitanillo de Ricla”. Un león en los ruedos (Zaragoza, Diputación Provincial, 1998)- y José Luis Alaiza, le siguieron Albalate, Híjar, Alcañiz, Barcelona, Valladolid, Castellón, Cáceres, Plasencia, Trujillo, etc., en suma, más de treinta novilladas compartiendo cartel con figuras reconocidas y relacionándose con nombres del toreo nacional de primera fila, llegando a ser amigo íntimo de Paco Camino o de Luis Miguel Dominguín y de su familia, en especial de su hermana Carmen, a la que acompañaba al cine con frecuencia.
            Fruto de esta experiencia torera y de su afición por los toros fue la que quizá aún hoy en día siga siendo la obra más completa sobre este mundo en Aragón, nos referimos a los tres volúmenes de Tauromaquia aragonesa (Zaragoza, Urusaragon, 1998), con más de 600 protagonistas presentes en sus páginas.

lunes, 14 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (III). LA JOTA

Esta entrada es parte de un artículo publicado en la revista Cultural Turia, nº 95.

Importancia de la jota.
            De niño se crió en un ambiente en el que la jota desempeñó un papel relevante en la vida familiar: su padre fue un bailador excepcional que llegó a ganar hasta en siete ocasiones el máximo galardón en Aragón, siempre con la misma pareja, Pascuala Sancho. Creó una escuela de folclore y dio clases durante muchos años, tanto en Albalate como en Urrea. También fue el creador de la popular Jota de Albalate, de la coreografía del “Rodat” y del bolero de Castelserás, enseñó a bailar a Conchita Piquer antes del rodaje de La Dolores, fue amigo íntimo del gran cantador José Oto y, como no, del “Pastor de Andorra”, quien a su muerte le cantó un padrenuestro en su funeral. Por eso no es de extrañar que en el mundo creativo de Alfonso Zapater la jota ocupe un lugar fundamental y le dedicara infinidad de artículos y una obra monumental, Historia de la jota aragonesa (Zaragoza, Aguaviva, 1988), en tres volúmenes, con prólogo de su paisano, Pedro Laín Entralgo, en los que recoge los cantadores y bailadores más destacados de cada uno de los pueblos de la geografía aragonesa.
En este sentido, también escribió una simpática biografía, plagada de anécdotas,  del gran jotero, amigo de su padre y suyo, José Iranzo, el Pastor de Andorra (Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1993), que rezuma reconocimiento y sincera amistad.

sábado, 5 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (II): INFANCIA Y ADOLESCENCIA.

           Esta entrada es parte de un artículo publicado en la Revista Cultural Turia nº 95
La patria de un escritor: su infancia y adolescencia.

Fotografía de Teodoro Félix  publicada en el etnógrafo.

        
Alfonso Zapater nació en Albalate del Arzobispo, en julio de 1932, pero a los ocho meses lo llevaron a Urrea de Gaén, donde su padre tenía el molino a orillas del río Martín. Así, su infancia la pasó entre Urrea y Albalate, localidades a las que consideró sus pueblos por igual.
La Guerra Civil, como no podía ser de otra manera, marcó su niñez y adolescencia. Gran parte de sus desagradables recuerdos de esos terribles momentos los rememoró en su obra Tuerto Catachán (Zaragoza, Mira, 1998), una autobiografía novelada en la que homenajea a su abuelo materno.
Su padre se exilió por un breve espacio de tiempo en Francia, pero pronto regresó y, aunque sufrió algunos meses de prisión, fue puesto en libertad sin cargos y volvió a ejercer su oficio de molinero en Aguaviva, muy cerca de Mas de las Matas, donde Alfonso Zapater va a la escuela y escribe con nueve años sus primeros versos. Allí tiene como profesor a José Miguel Balbín, un hombre fundamental en su formación por el que siempre mostró un profundo respeto y un tremendo cariño. Desde temprana edad se manifestó como un lector voraz, así a los 12 años ya se hizo con la colección Clásicos, de Barcelona, en la que leyó precozmente a Virgilio, Homero, Balzac o Rosusseau, entre otros muchos autores de la literatura universal.

martes, 1 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (I).

Esta entrada es parte de un artículo publicado en la Revista Cultural Turia nº 95.

Juan José Verón -a la sazón presidente de la Asociación de Periodistas de Aragón-, con motivo de la entrega a Alfonso Zapater del premio de honor a toda una trayectoria periodística en el año 2006, un año antes de su muerte, dijo de él que era “un maestro del periodismo aragonés”; sin embargo, Zapater siempre se consideró “un eterno aprendiz”: “Continúo teniendo sueños e ilusiones permanentemente. Por eso sigo diciendo que nazco cada día que amanece. Si no se soñase, no merecería la pena vivir”, declararía en una entrevista concedida con motivo del mencionado premio, pues él siempre se vio como “el hombre que era de niño”,  por lo que en todo momento le acompañaron los recuerdos de su infancia y una perenne mirada infantil con la que escudriñaba la vida y el  mundo con esa insaciable curiosidad de niño adulto en la que todo, cada día, está aún por descubrir.
Alfonso Zapater fue uno de esos periodistas de casta, de los de antes, de los que se pateaban las calles, alternaban en los bares y conocían la intrahistoria de su ciudad - Zaragoza- al dedillo.  Escribió hasta el mismo día de su muerte, incluso jubilado iba todas las tardes al Heraldo a redactar su columna y supo adaptarse como un chiquillo a la revolución informática y a su velocidad de vértigo: “tú dime cómo entro a escribir y ya está”, le pedía a su joven compañero de trabajo, lo demás ya lo ponía el escritor de raza que llevaba dentro, por eso murió con las botas puestas o la pluma en ristre, escribiendo hasta el final y manifestando en cada línea de sus artículos, con cada una de sus palabras, el amor que siempre sintió hacia su tierra: “Que la personalidad de los pueblos permanezca intacta sin temor a perderla un día, por culpa del descenso de habitantes…”, con este párrafo a propósito de la Asociación Cultural El Hocino de Blesa, terminaba su última crónica de El Solanar dos días antes de morir, palabras que demuestran, por un lado, su enorme capacidad de trabajo, y por otro, resumen la constante temática más importante de su legado creativo: su profundo amor por Aragón.
Sin duda, aunque a él no le gustara reconocerlo, fue un gran maestro del periodismo, un buen novelista, un poeta de mérito, pero ante todo fue un enamorado de su tierra, un aragonés de los pies a la cabeza, digno heredero del pensamiento de Costa, al que tanto admiró y sobre el que tanto escribió.