CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

martes, 12 de junio de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (IX). NOVELISTA

            Durante su estancia en Madrid, Alfonso Zapater combina sus inquietudes poéticas y teatrales con las narrativas y escribe su primera novela, inédita por el momento, titulada Camelia, en la que según resume en sus Memorias se mostraba “ingenioso y humorista a la par”, en ella relataba una singular historia de amor, desde una “perspectiva diferente a la tradicional”. En este mismo capítulo de sus Memorias confiesa que es en “la novela donde más a gusto me siento, porque me da la oportunidad de fundir la realidad con la ficción, sin olvidar que todo tipo de narración va acompañada también de poesía y teatro. Es una visión más rica de la realidad y de la historia, por sus muchas posibilidades”, y así es, quizá junto con la periodística, sea la novela el género más destacado de Alfonso Zapater, como lo demuestran los múltiples premios que alcanzó.
            Con su segunda novela, primera publicada, El hombre y el toro (Zaragoza, Litho Arte, 1976), consiguió el premio Padre Llanas, de Binefar, en 1975. Se trata de una novela simbólica y lírica, que remite con claridad meridiana a su etapa de novillero y que parece inscribirse dentro de esas obras de corte taurino que José María de Lera escribiera en los años sesenta dedicadas al mundo de los toros, nos referimos a Los clarines del miedo (1958), Bochorno (1960), Trampa para morir (1964) o Los fanáticos (1969), o a la de Camilo José Cela, El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos  (1949), pero en este caso se trata solo de un hombre y un toro, sin público ni orquestas, ni cuadrillas ni espadas, ni turistas ni picadores ni banderilleros que saben mucho, tan solo un hombre, un toro y una naturaleza inhóspita, que en una noche inclemente de cellisca se disputan una isla insignificante, un trozo de tierra que por capricho no se lo ha tragado el río. Se trata de una esplendida novela que, por encima de cualquier otra consideración, es una lección de fortaleza ante el infortunio y la desesperanza,  una demostración del valor que puede llegar a tener un hombre en una situación límite, pero también, al final, es una historia de amistad y admiración, de supervivencia animal. El autor no toma parte por ninguno de los dos, simplemente deja actuar a sus instintos animales. El hombre y el toro tiene  connotaciones de heroica epopeya. El frío y el mal tiempo en que la acción tiene lugar no son un recurso del escritor para añadir suspense o dramatismo al relato, que también, sino que fueron una realidad, el suceso no es ficción, verdaderamente un hombre y un toro, en unas condiciones extremas, como se explica en una nota, protagonizaron esa noche y los periódicos lo contaron en su sección de casos insólitos.
Imbuido del pensamiento costista, Zapater escribió Siembra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1978) y El pueblo que se vendió (Barcelona, Bruguera, 1978), dos magníficas novelas de realismo social rural, que conforman un díptico perfecto de la realidad de los pueblos de Aragón.
Con la primera, Alfonso Zapater ganó el Premio “San Jorge” de Novela 1978. En ella narra la rivalidad entre dos familias –de alguna manera se trata de una metáfora de la guerra civil-, las últimas que quedan en un pueblo: una, los Acines, compuesta por la viuda, Blasa Cenarbe Adiego, madre de tres hijos solteros “como tres castillos” –Cosme, Fermín y Doroteo-; otra, los  Artales, compuesta por el viejo Lorenzo Artal Sendino, su mujer Ramona Bielsa Martín, tres hijas, también solteras, Rosario, Ramona y Dolores, y Lorenzo, su hijo menor –el impotente-y la mujer de este, Cristina Berdún Larués. Dos familias enfrentadas en su soledad, dos bandos –los rojos y los azules, los pobres y los ricos- odiándose a muerte en una guerra sorda que a veces estalla en insultos y algaradas que llevan a la justicia a sentenciar el  destierro de la familia de los Acines por sus amenazas continuas a los Artales, por su tradicional malquerencia. La enemistad proviene de tiempos de la guerra, cuando el ahora viejo Lorenzo parece ser que delató a Cosme Acín Palomar, quien fue asesinado. A partir de ese momento el rencor anida en la familia de los Acines, con tres hijos, “como tres castillos, cualquiera nos tose”, sin atender a palabras, sin que el amor de reminiscencias shakesperianas  que surge entre los primogénitos de cada casa, Cosme y Rosario, logre el perdón, ni siquiera con la esperanza de futuro para el pueblo y de reconciliación para las familias que podría suponer esa nueva vida que crece en el vientre de Rosario; sin embargo, ya nada es posible, todo está perdido: la sangre de Caín sigue triunfando hasta adueñarse de ese pequeño microcosmos del solar patrio que es el pueblo.        
Con El pueblo que se vendió Alfonso Zapater ganó el premio Ciudad de Barbastro de 1978 y se anticipó a toda esa literatura de la memoria, de mundos que se acaban, tan propia de los narradores leoneses (Juan Pedro Aparicio, José María Merino o Luis Mateo Díez) y a libros de enorme popularidad como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, ambientado en el Pirineo aragonés. El pueblo que se vendió tiene ecos de la narrativa de Rulfo, en especial de Pedro Páramo, solo que en este caso son los vivos los que reclaman, los que dan voz a los muertos. La historia trascurre en Urbecia, un pequeño pueblo aragonés, que se va quedando sin habitantes, hasta que los últimos deciden vender sus propiedades y lo abandonan definitivamente, todos, incluidos los muertos que son trasladados a la localidad vecina para volver a ser enterrados. El lugar se acota y el casco urbano, para evitar el retorno de los antiguos habitantes, se convierte en un cercado protegido por un implacable patrón y por Damián, un terco lugareño aferrado a lo suyo que, aunque vendió sus propiedades, consiguió su usufructo y trabajar para los nuevos propietarios como guarda. La vieja tía Micaela ronda cada día las alambradas, para reclamar los huesos de su difunto, los cuales no fueron exhumados en su momento con los del resto de la población y que ahora ella necesita recuperar para descansar en paz junto a ellos. El capataz no puede soportar su presencia, le deniega una y otra vez su petición y amenaza con matarla si la ve merodear por el vallado. Damián comprende su reclamación y poco a poco va robando los restos  para devolvérselos a plazos a su legítima dueña, como si de una macabra deuda se tratara. Esta tarea reparadora le lleva a darse cuenta que el ciclo de la vida en Urbecia se ha roto de manera definitiva, ya nadie podrá pasar noticia de su muerte, de esta forma descubre a su alrededor toda una serie de males: la soledad, el paso inexorable del tiempo, la muerte y sus consecuencias más inmediatas: el pánico a morir solo y el miedo a convivir con los fantasmas del pasado. Así se desencadena toda una serie de sentimientos de culpa en su interior, en especial su falta de valor para declarar su amor a Orosia y haber luchado junto a ella contra la despoblación teniendo hijos; su dócil conformismo para aceptar la muerte de una manera de vivir y de su pueblo y, sobre todo, el de no mantenerse fiel a sus principios y a la memoria de los suyos y acabar abandonando la aldea como los demás. Para evitar esta situación, para no perder definitivamente la dignidad y como desagravio a los errores cometidos en el pasado se rinde al amor pasivo de la viuda Hortensia con la finalidad de tener hijos y de que la vida vuelva al pueblo, pero ya es demasiado tarde, con fatalidad de tragedia clásica, en un final tremendista, asistimos al asesinato del patrón. Al final los muertos imponen su muda ley a los vivos, ya no hay futuro y todo será olvido en Urbecia.
            La novela impresiona, no solo por su calidad literaria, sino por la tristeza de saber que no hay solución posible. Su prosa es cruda, sin artificios, con un léxico vivo, preciso, autóctono, con el que logra crear un clima poético, en ocasiones casi lírico, que hace que el lector acompañe a Damián en sus meditaciones y remordimientos, en su soledad, convirtiéndolo en protagonista.

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