CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

domingo, 2 de diciembre de 2012

MIGUEL BUÑUEL TALLADA. ESCRITOR, ACTOR, GUIONISTA (VI)


Un lugar para vivir
Esta novela, publicada por el editor Luis de Caralt en 1962, remite con claridad meridiana a la obra de Samuel Ros, Los vivos y los muertos, publicada en Chile en 1944. Miguel Buñuel fue un gran admirador de la obra de este escritor valenciano, como lo demuestra el hecho de que llegara a adaptar para el cine la citada novela, aunque, como tantas otras veces, sin llegar a verla materializada en el celuloide. La ingente labor de adaptación explica, sin duda, su profundo conocimiento de la particular filosofía de Samuel Ros sobre los grandes temas del hombre: el amor y la muerte. Llegando a hacerla suya en esta novela, aunque, eso sí, con el reconocimiento expreso a su maestro:

“[...] Ahora hay que experimentar y experimentar. Los poetas del amor y de la muerte, por ejemplo, son una gran fuente de experimentación.
– ¿Los poetas?
– Sí, los poetas, mosén Manuel. Y los místicos, por supuesto. Un Jacobsen, un Rilke, un
Ros, por citar a tres poetas contemporáneos [...]” (p. 152).

Los vivos y los muertos es una novela fantástica, en la que cada personaje y el escenario entero son puro símbolo. Ambientada en un cementerio poblado por “enlutados”, casta con orgullo y conciencia de poseer una filosofía sobre la vida y la muerte claramente diferenciada de los denominados por ellos hombres de “color”, terminan por convertirlo en su propia casa, en un “lugar para vivir” a gusto con sus muertos, sin temor de ser objeto de burla por parte de los “otros”. Buñuel construye sobre esta novela otra más amplia dividida en tres partes, la primera   “Las desgracias”– y la última –“Las gracias”– son originales, no así la parte central –“Un lugar para vivir”–, la cual, en esencia, es una reescritura, una adaptación personal de la novela de Samuel Ros: toma el escenario, los personajes, la estructura18, el estilo, y, sobre todo, asume el pensamiento de su autor como propio: la concepción del dolor como una verdad íntima del alma, consustancial a la propia existencia, una necesidad interior para llegar a la muerte sin temor; el amor entendido como dulzura y pasión, sublimado y perpetuado por la muerte; temor y atracción por la muerte, ese misterio insondable, una auténtica obsesión. En Un lugar para vivir, un narrador omnisciente nos narra la desgraciada vida de mosén Manuel, un Job de nuestro siglo que vive una continua prueba de dolor  “¿cuándo me levantaré? Esperaré la tarde y seré lleno de dolores hasta las tinieblas”, reza la frase introductoria–. Mueren sus padres y hermanos en sucesivos y trágicos accidentes21, pierde un riñón, la mano derecha, casi el oído y la voz; sufre tuberculosis pulmonar, hernia, etc. La desgracia lo vence lentamente y lo convierte en un cadáver andante, más próximo a los muertos que a los vivos, por ello se recluye en un cementerio y ejerce de saltatumbas, bendiciendo a los muertos con su mano muerta y consolando a los vivos con su presencia e hipersensibilidad, asumiendo en su maltrecho cuerpo –simbolismo de San Sebastián– todo el dolor ajeno. En el capítulo final, un tanto psicodélico y surrealista, mosén Manuel, en su lecho de muerte, debido a los efectos de la mescalina, viaja al limbo, al infierno y al cielo, donde, por decisión divina y como recompensa a sus enormes sufrimientos, se sienta junto a Job, San Juan de la Cruz, Dante, Petrarca y don Quijote.
El tiempo de la novela es lineal, arranca en la desdichada infancia de Manuel, vivida en un pueblo sin nombre. Continúa con su ingreso en el seminario y su ordenación como sacerdote, para tras desempeñar su ministerio en diferentes condiciones –cura rural y obrero–, instalarse en un enorme cementerio de una gran ciudad, auténtico espacio simbólico en el que se producen los diferentes encuentros de mosén Manuel con los distintos personajes, muchos de los cuales son el propio Buñuel: Migueloco, el loco Tabajaranies enamorado de Nichilolebe, el loco Miguel Ángel, cuya locura es de naturaleza “muy espiritual y extraña, algo así como la locura de don Quijote” (p. 172), y que siempre en “todas sus cosas ponía mucho ardor. Cuando algo no lo conseguía o se cometía una injusticia con él o con su prójimo, se exasperaba” (p. 173), el mismo mosén Manuel, con esos “ojos enormes y tiernos. Enormes, porque efectivamente tenía unos ojos grandes. Tiernos, porque los tenía algo caídos y, por tanto, tristes...” (p. 12). Otros son personas reales, seres queridos por él, es el caso de M.ª Elvira Lacaci, presente en Edelvirita, esa niña de “ojos claros, cabellos rubios, tez muy blanca”, que acompaña a su padre al cementerio y que se manifiesta como consumada poetisa
a sus tiernos siete años, “No es la voz de una niña, sino pura humana voz” (p. 180), rememorando el título con el que ganara en 1956 el premio “Adonais” de poesía. El ya mencionado Samuel Ros –Samueloco–. También incluye personajes de ficción presentes en su novela anterior, caso de Narciso, protagonista de la novela que lleva su nombre y recordada sucesivamente en esta:

“¿Ves aquella constelación, junto a Libra, con dos ojos, una boca y dos orejas? Es la constelación
del Niño. ¿Y a la derecha, dos ojos, dos patas y un rabo de cuatro estrellas? Es el
Gato. ¿Y a la izquierda, siete estrellas en uve y un lucerito en medio? Es la Golondrina. ¡Ah!
El niño, la golondrina y el gato, una historia demasiado terrible para contártela...” (p. 109).

De igual forma, presenta referencias a otros cuentos suyos editados con anterioridad, como el publicado en ABC con el título de «La estatua del jardín», y que aquí resume de la siguiente manera: “– Estaba en un jardín. Una niña, morena, ojos inmensos, cejas de golondrina, se acercó: ‘Espérame, creceré y entonces te amaré. Ahora me voy a jugar’. Y quedé allí, clavado en la tierra del jardín. Me hice muy viejo. Tanto, que me convertí en la estatua del jardín. Tanto, que hubo otros niños y otras niñas. Entre ellos los niños de la niña morena, ojos
enormes, cejas de golondrina. ¿Sabes? Sus niños, más de una vez se hacían pis en mi pedestal. Curioso ¿eh?” (p. 11).
O el titulado, “El pozo”, cuya referencia aparece en la página 209.
En suma, el mundo real e ideal de Miguel Buñuel se da cita en esta novela, como en casi todas, el autor vuelve a auto biografiarse.
Técnicamente la novela es sencilla, cabe destacar, como siempre en Buñuel, su dominio del diálogo infantil, su afición por las frases hechas, su tendencia a la greguería, la presencia de ciertos elementos populares, aunque, por encima de todo, como ya hemos señalado, se encuentra el pensamiento de Samuel Ros y, cómo no, el del Quijote.

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