CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

jueves, 8 de agosto de 2013

ESCRITO CON LUNA BLANCA

Retomo una reseña de hace ya algunos años (2001) que publiqué  en la revista TURIA Nº 57.

ROMANCE DE VALENTÍA
El periodista turolense Juan Carlos Soriano fue finalista de la XXXI edición del Premio de Novela Corta “Ciudad de Barbastro” con su obra Escrito con luna blanca y el jurado, presidido por Luis Alberto de Cuenca, recomendó su publicación.
Como el entorno de Tres Serols -esas mágicas y maravillosas montañas cuyo origen la tradición oral sitúa en una bella leyenda y que dan nombre a la colección de la editorial Prames en la que vio la luz Escrito con luna blanca-, la novela de Juan Carlos Soriano es también mítica, bella y atrayente. Con un estilo lírico y grandes dosis de humor (el autor lo define como “realismo escatolírico”), en tono irónico y juguetón, se conjugan desespero y sandez, hilaridad y consternación, risa amarga y velada ternura, realismo y magia, esperpento y tremendismo, todo para presentar un panorama grotesco de la España profunda de posguerra, una España rural, cerrada y hostil, poblada de silencios hirientes, de titiriteros en las calles y radios en los hogares, anuncios de Gerosol y Tintes Iberia, la voz de la Piquer suministrando sonoros arquetipos de conducta a miles de españoles y Jeromín como libro de cabecera de los yuppies de seminrario.
El eterno retorno de la luna a sus formas iniciales, su periodicidad sin fin, hace de la luna el astro por excelencia de los ritmos de la vida y sugiere también su curso: nacimiento, plenitud, decrecimiento y desaparición. Pedro Aranda, el protagonista de Escrito con luna blanca, debe ajustar cuentas con su pasado: regresa a su pueblo natal, La Hoyalda (en realidad el nombre lo toma de una antigua masada, en la actualidad deshabitada, situada entre Royuela, pueblo turolense del autor, y Torres de Albarracín), para recibir el homenaje de sus paisanos por su brillante carrera política (con tan sólo treinta y ocho años es ya subsecretario); durante el viaje irá recordando las distintas fases de su vida y su falta de coraje para encararla en los momentos decisivos, en especial cuando, por no arruinar su incipiente carrera política, no impidió la ejecución de Rosendo (más conocido por sus compañeros de clase como Casimiro, “porque era tuerto”), un amigo de la infancia, acusado falsamente de asesinar a una joven retrasada mental del lugar.
El viaje físico, su recorrido desde Madrid hasta Teruel, tiene su correlato mental en un viaje interior en busca de un verdadero ser: “Pedro Aranda se buscaba a sí mismo. Unas horas antes pretendía renunciar al homenaje. La política le había cambiado mucho en poco tiempo. Finalmente aceptó, porque confiaba en que al pisar de nuevo las calles, las eras y la plaza de la Hoyalda, se toparía de frente con aquél que dejó de ser”. Así es, Pedro Aranda echa un pulso con su memoria y lucha con los fantasmas del pasado; de esta forma, ante los ojos del lector desfila toda una galería de personajes alucinados, chiflados, desequilibrados y enloquecidos por las circunstancias en que viven. Pero aunque el autor se divierta y nos divierta con doña Adelina, la romántica maestra que hacía (comía) margaritas de papel, con don Manolito, el alcalde aficionado a la zarzuela que sabía desdoblarse en tenor y soprano, con Mosén Jacinto, rudo y susceptible cura rural, con don Vicente, el médico del pueblo que pretendía llegar a ser un nuevo Ramón y Cajal, con el herrero, ese padre putativo del subsecretario que forjaba “mulatas de hierro dulce”, con la Dolores, una “Carmen Miranda de borraja y cebollino”, con Esteban, un libre pensador que hablaba con su perra de materialismo dialéctico o con la Esperancica, la tonta del pueblo que se moría poco a poco hasta que la mataron, etc., Juan Carlos Soriano nunca escamotea el drama terrible que aflige a estos grotescos personajes, y es que, en el fondo, es un sentimental.
Pedro Aranda simboliza la debilidad, la cobardía del espíritu humano, la ausencia de auténtico ser, la incongruencia entre lo que se dice del hombre y lo que éste es en realidad; ese perpetuo conflicto en el que todos vivimos y que él, particularmente, encara insuflándose dosis musicales de coraje todos los jueves, a las tres y veinte de la tarde, escuchando en la radio la canción de la Piquer, Romance de valentía, pues como el maletilla de la copla “le echa valor al triunfo y a la muerte en completa soledad”.
En definitiva, Escrito con luna blanca es la historia de una derrota, la de un hombre que reniega-renuncia de su memoria y es vencido por su pasado: “De repente había perdido todas las ganas de enfrentarse a su pasado. Tenía treinta y ocho años, se encontraba solo y sin retorno… Aquel viaje fue para Pedro Aranda su camino de perfección. Nunca volvería a La Hoyalda”.
En la noche del pasado de Pedro Aranda, la luna es la conciencia que nace de lo que pudo haber sido y no fue por falta de valor, su única luz, Isabel, “la niña que se hizo adulta en su recuerdo”, ese amor idealizado de la infancia,  “porque basaba su felicidad en unos proyectos de futuro que, al no materializarse, quedaban desterrados a una especie de limbo en el que se sumergía Pedro cada vez que la vida le plantaba zancadillas”.
Juan Ramón Jiménez escribió: “Si no existiera la luna, no sé qué sería de los soñadores, pues de tal modo entra el rayo de luna en el alma triste, que, aunque la apena más, la inunda de consuelo: un consuelo lleno de lágrimas, como la luna”. Escrito con luna blanca es melancolía, tristeza, ensueño y esperpento. Esencia de literatura.


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